En algunos países anglosajones y también en Australia y China tienen por costumbre comer placenta, arguyen que contiene altos niveles de prostagladina, vitaminas y hormonas, y sustancias que reducen el dolor postparto.  Es una práctica bastante común en el mundo animal, como defensa ante los depredadores. Entre los humanos, es una moda con tintes de rituales antropofágicos que se ha ido extendiendo.

Una revisión de diez estudios publicada en Archives of Women’s Mental Health, no se ha encontrado ningún dato humano o animal que apoye la idea de comer la placenta, ya sea cruda, cocinada, nitrogenada o encapsulada, ofrezca protección contra la depresión posparto, reduzca el dolor tras el alumbramiento, aumente la energía, ayude con la lactancia, promueva la elasticidad de la piel, mejore la vinculación materna o reponga el hierro en el cuerpo.  Es más, como filtro protector del feto, se sospecha que acumula toxinas y contaminantes cuyos efectos se desconocen.